Parece
mentira que el colega, manojo de nervios y de palabra siempre por delante como peón de tablero, se haya
convertido en un longevo superactivo, sin tener jamás que ocultar su edad. No
lo oculta porque si algo de bueno tiene Santana es la franqueza. Y mire usted,
distinto a muchos, que la edad no lo amilana y menos después de haber visto a
CAP y Caldera a pesar de su avanzada edad, sostener por segunda temporada el
peso inmensurable de la República.
Este
periodista, a nuestro modo de ver, sintetiza el esfuerzo y la pasión por una
profesión en un tiempo en que los recursos técnicos de hoy escaseaban porque la
provincia era menoscabada por un centralismo excluyente y, fundamentalmente,
porque la cibernética que ha venido a revolucionar el mundo de la comunicación
actual aún estaba en pañales. El modo de hacer periodismo era distinto medio
siglo atrás.
Para
entonces, Eduardo Augusto Santana Quevedo, caraqueño de San Juan, venido del
vientre de una india de Paracoto unida a un descendiente de Canario, era un periodista de ruedo y tablero que borroneaba
cuartillas detrás del burladero, alternando como mozo de espada de César Girón.
También
limpiaba zapatos y pregonaba los diarios. Ahora, El Heraldo, La Esfera y Últimas
Noticias donde escribió deportivamente sus primeras notas. Eduardo
Santana tenía que hacer todo eso porque su padre que tenía veleidades de
revolucionario antigomecista debió ir a la cárcel como tantos otros.
Por
los caminos del pregón llegó un día de la mano de Germán Carías a El Nacional,
recién fundado, pero no como pregonero, sino como datero.
Para
la década de los años cuarenta, los reporteros utilizaban mucho la figura del datero
que era un personaje con sentido de la noticia pero que careciendo de
la formación y dominio del lenguaje escrito para comunicarse, cooperaba con los
periodistas. Santana, excelente datero, resultó ser para entonces
uno de los mejores proveedores de Germán Carías y la emoción de los tubazos del
reportero estrella de El Nacional los sentía y vivía Santana como muy suyos
también.
Cansado
de dormir entre bobinas, amanecer impregnado con el olor a tinta y pregonar la
noticia del día, la cual seguramente había dateado, Eduardo ensayó la
posibilidad de trabajar como columnista de deporte que le apasionaba entonces:
el Ajedrez. Antillano Valarino lo estimuló y durante 5 años publicó en La
Esfera “Tablero y Vida”, ejercicio apasionante que le deparó mejor
destino.
En
el 61 volvió a El Nacional no como datero de Carías, sino como
corresponsal en la ciudad de Los Teques, casi sin sueldo porque
el diario de Puerto Escondido soportaba un boicot de anunciantes encabezados
por la Sears al que también tuvo que hacerle frente el Sindicato
presidido por Arístides Bastidas. De los Teques pasó a fundar la Corresponsalía
de Valle de la Pascua y de allí, se lo lleva Jesús Márquez (Monicaco) para el diario
La
República en donde le tocó cubrir en 1962 el Caso Biaggi.
Comiéndose
un cable como estaba en Valle de la Pascua, el Caso Biaggi le vino a Santana
como de perla para salir de abajo. Esa fue la misión que le encomendó Monicaco
desde la jefatura de redacción de La República y por esa vía penetró y
se quedó en Guayana hasta el sol de hoy. El Caso Biaggi conmocionó a Venezuela y llevó al diario La
República a multiplicar asombrosamente su circulación en el Estado Bolívar.
Según
las cuentas, Saúl Bernal, distribuidor del periódico, a decir de Santana, hizo
el gran negocio. Eduardo fue el único periodista que logró ponerse en el
expediente del asesinato de Lesbia Biaggi, una vez que este pasó del juzgado de
instrucción a la Fiscalía del Ministerio Público. Los ayudó mucho que el Fiscal
José Ali Venturili había sido reportero. Con un lente de acercamiento, Trujillo
fotografió el expediente y luego éste salió publicado por capítulos.
Además
del “tubazo”
del expediente, Santana había dado el del rapto de Rigoberto Franchesqui, novio
de la víctima; el del pacto de los jueces para evitar la información alegando
que la familia guayanesa estaba
moralmente muy golpeada. Logró conseguir además el diario, autógrafo y
álbum fotográfico de Lesbia así como el correaje con una vaina del sacerdote
que luego entregó a Guzmán Vera, jefe de la PTJ.
Para
Eduardo Santana, desde el punto de vista profesional éste es el caso que más lo
satisfizo pues realizó una labor casi policial de investigación para poder
llenar la ansiedad del lector en ese caso del sacerdote indiciado en la muerte
de su hermana.
Con
mayor oferta, Santana dejó La República y se fue de
corresponsal y distribuidor de El Bolivarense y Antorcha en la zona
del hierro, cuando el Caroní se trasponía en chalana. Había que levantarse a
las 4 de la madrugada a buscar la noticia y vender el periódico, única forma de
redondearse el sueldo. Otro tanto hacía en Ciudad Bolívar como reportero y
distribuidor el colega Joaquín Latorraca. Vida azarosa la de entonces cuando lo
importante no era circular temprano sino dar el tubazo. Santana una vez, y no
por recibir tubazo, se cayó al río con periódico y todo y por poco se ahoga.
Ese día no pudo vender el diario ni repartir las suscripciones. No sabe todavía
cómo pudo hundirse en el río, acaso porque estaba enamorado y la muchacha le
exigìa matrimonio.
Para
qué casarse si cuando lo hizo quedó viudo a los 6 meses. Se llamaba Yolanda.
Después de allí hasta el día de hoy fue puro empate. Niobe, artista plástico,
con la que tuvo 2 hijas y Adelaida con 4 y dos nietos. Como los faraones,
Santana procura la unión y solidaridad entre sus mujeres, única manera de evitar situaciones contenciosas. En eso
ellas han tenido la suerte de la tranquilidad espiritual que nunca alcanzó su
única hermana, muerta de un balazo por su esposo que luego también se quitó la
vida.
Dice
Santana haberle ido bien en el amor, aún después de los 80, una edad que no lo
acobarda a pesar de sobrepasar la expectativa de vida del venezolano que es de
70 según el ex ministro Montbrún. Luego del 2000, según él, todo es ñapa y en su caso muy prolongada
porque su religión es hacer el bien y quien lo hace tiene vida larga. Después
de hacer el bien, su pasión es el ajedrez y orar en el templo del periodismo,
porque para Santana el periodismo es un templo donde no sólo el periodista sino
la sociedad global acude en busca de ese gran dios universal que es la verdad.
En
un diálogo de nunca acabar y donde la locuacidad del interlocutor rebasa las
preguntas, Eduardo Santana sostiene que su pasión ha sido constantemente el
ajedrez, que lo ama tanto como a una reina y que de ello puede dar fe César Gil
Samy, quien lo suplantó en la Presidencia de la Asociación, como el extinto
Miguel Otero Silva con quien jugó más de una partida cuando todavía no había
llegado a los 20; Arístides Bastidas, Pedro Juliac, Frazer, el gocho Guerrero
Pulido y tantos otros que fueron sus contendores por allá en los años de la
década de los cuarenta cuando Venezuela por la vía de Medina Angarita y de la
llamada Revolución del 18 de octubre se asomaba al disfrute de una democracia
que llegó a romper los diques de contención para luego tener que repararlos
durante diez ominosos años de dictadura.
Santana
como todo ser humano ha cometido errores y a pesar de la experiencia acumulada
aún no está exento de cometerlos, al fin y al cabo el hombre aprende errando y
más los autodidactas como él. Nadie por cometer en primera instancia un error
puede ser catalogado de estúpido. Estupidez sería permanecer en el error y en
su caso no es de los que chocan dos veces con la misma piedra. Así se lo hizo
saber a los estudiantes de Comunicación Social el día en que el director de la
Escuela, Eleazar Díaz Rangel, lo invitó para narrar sus anécdotas y
equivocaciones a manera de lección.
Cuando
los grupos guerrilleros aún se hacían sentir en muchas zonas del país, Eduardo
Santana era jefe de prensa de Ecos del Orinoco, emisora dirigida a
fines de los años del 60 por Juan Parra Tovar, quien lo mandó a buscar
expresamente en un carro libre a su casa y lo reprimió por no estar al tanto de
una noticia “Tubazo” de trascendencia internacional que se estaría gestando
por grupos guerrilleros en el propio Estado Bolívar.
-Te
fijas, tú eres periodista y no tienes las fuentes que yo tengo –lo increpó el
director de la emisora señalándole la inminencia de una invasión a la Guayana
Esequiba por parte de grupos guerrilleros del Oriente del país. Toma el
grabador y vete a la Plaza Bolívar con toda la prudencia y previsiones del caso
donde te está esperando el comandante Pablo y su ayudante Olga para unas
declaraciones exclusivas.
El
guerrillero y comandante Pablo existía y se había fugado de La Pica en esos
días, de manera que la información le cuadraba y le daba visos de credibilidad
el hecho de que Parra Tovar, quien tenía fama de tacaño había sido ese día
directamente espléndido con Santana y hasta le había puesto un carro libre a su
disposición.
Santana,
armado de grabador y micrófono, se llegó hasta la Plaza Bolívar y vibró de
emoción incontenible al ver un hombre sentado cerca de la torre de la Catedral
con gorra, camisa verde oliva, botines y una mujer abrazada a su lado. Se dio
una y otra vuelta inquieto, nervioso. La pareja se hizo la desentendida y no le
paró al comienzo, luego lo miró y se tornó recelosa, pero Santana se arriesgó a
su lado y lanzó a la volandera la primera interrogante:
-Bueno
y ¿Cuándo toman la Guayana Esequiba?
El
tipo por quitarse al intruso o seguirle la corriente le respondió:
-Eso
es un palo dado.
-¿A
qué hora? Repreguntó Santana sobre la marcha.
-Al
amanecer –respondió contundente el supuesto guerrillero.
-Y
¿Ella?
-Ella
es mi ayudante.
Cuando
le dio esa repuesta tan coincidente, se dirigió a la mujer, le dio la mano y
sintió callosa la de ella, lo cual le hizo pensar en lo agreste de la montaña,
en la dureza de esa vida y en la práctica de las armas. Cortó emocionado la
entrevista y voló a la emisora a lanzar con fanfarria la primicia del año.
El
Gobernador Carlos Eduardo Oxford Arias se afeitaba en la Barbería Madrid entre
las calles Bolívar y Dalla-Costa cuando Santana bajaba casi brincando y le hizo
señas para que sintonizara la radio. Luego volvió a subir para sorprender con
la noticia a Andrés Ernesto Bello Bilancieri, quien era directo de El
Bolivarense, el gobernador al verlo salió a al calle con pechera blanca
y rostro enjabonado. Lo reprimió:
-¡Santana,
que loqueras son esas!!!
-Eso
mismo que escuchó, Gobernador. Mañana usted lo confirma o lo niega.
Bello
Bilancieri le pidió redactara tres cuartillas para abrir a página completa y
Santana escribió una novela.
Santana
durmió esa noche en la radio para no perderse un instante de las repercusiones
de la “gran noticia”. Ese día se levanto más temprano de lo normal y a las 6 de la mañana salió a comprar la prensa,
pero la noticia no apareció por ningún lado. Qué frustre. A esa misma hora
despertó a Bello de un telefonazo y este le respondió: “¡Qué bolas, Santana…
mañana hablamos!” y cerró el teléfono. Todo había sido una imperdonable broma
de mal gusto –una más de tantas- del colega Enrique Aristiguieta que Parra
Tovar, ingenuamente, se la tragó completita.
Santana
contando su anécdota a los estudiantes de periodismo, reflexionó: “me
dolió ese error, pero no estoy inconforme porque lo hice de buena fe”.
Santana
después dejó el vibrante oficio de reportero de calle para servirle a la PTJ
como jefe de prensa. Allí en Ciudad
Guayana permaneció hasta que lo jubilaron y volvió a enamorarse a fin de reconstruir
un hogar para cerrar el ciclo con broche de oro.
Sus
colegas le aconsejaban una compañera madura. Y Santana respondía:
-No,
de ninguna manera. Una cosa es la edad cronológica del hombre y otra la edad
emocional. Mi espíritu lo siento tan renovadamente joven que no resistiría la
compañía de una mujer con piel de foca.
¿Ya
la tienes vista?
-No,
Estoy esperando oferta de una de tantas muchachas que se sienten atraídas por
la acumulada experiencia de los años. El padre de Simón Bolívar, Casals, Charles
Chaplín, Picasso y Jorge Luis Borges se casaron con mujeres a las cuales le
llevaban hasta 50 años de diferencia y los cito por ser casos ejemplares, pero
en la vida común y corriente esto suele darse con frecuencia, por supuesto que
no con la mujer hueca y vanidosa sino con aquellos cuya capacidad biológica de
amar está sujeta a la trascendencia espiritual a nivel de los altos valores que
entrañe el hombre sea cual fuere su edad, color, religión o manera de pensar.
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